Cristo te necesita a ti


 La Felicidad Eterna Perdida. ¡Quién pudiera hacernos ver el dolor eterno, la separación de Dios en la eternidad!

 Por: P. Mariano de Blas LC

Hemos hecho los méritos suficientes para ir eternamente al infierno, y, quizás, muchas veces. Cuantas veces Cristo crucificado nos ha arrancado de la boca del abismo. Si queda en nosotros un poco de gratitud, sepamos que, salvando a otros, Cristo se siente muy bien pagado; más aún, la forma mejor de evitar caer en ese lugar es luchar para que otros no caigan.

¡Quién pudiera hacernos ver el dolor eterno, la separación de Dios en la eternidad! Algún día sabremos decir con todas las fuerzas de nuestro corazón: “¡OH sangre bendita, clavos benditos que me libraron del eterno dolor!”
El simple hecho de pensar: para siempre... para siempre... para siempre... Algo que comienza y nunca terminará. Hace mucho bien el imaginarlo.

En un cursillo que culminaba con una tribuna libre salió a decir su experiencia un señor con estas palabras: “Hace un año, iba yo una noche no precisamente a rezar, iba a pecar, iba a destramparme. De regreso a casa, a altas horas de la noche, viniendo a mucha velocidad, me di un trancazo tan fuerte que quedé en estado de coma un mes. Si Dios no me hubiera permitido regresar, ya estaría condenado para siempre en el infierno”... Y no se oía ni el vuelo de una mosca.

Además, lo que dijo era la pura verdad; pero estas cosas no se piensan, no se quieren pensar, y por lo tanto no existen... ¡Qué favor tan flaco nos hacen las personas que dicen: “¡Eso es mentira!” !Que lo digan delante de un crucifijo, delante de un Dios clavado en la cruz!

Yo quisiera enfocar esta meditación no a la propia eternidad, sino a la eternidad de los otros, dado que hemos dicho que la mejor forma de salvarse es salvando a otros.

Hablemos positivamente de este tema, hablemos de la salvación de los demás.
Primero: Cristo me pide que salve almas, lo pide muriendo en la cruz: “Tengo sed, sed de que salves muchas almas”. El mandato supremo de Jesús ya a punto de irse de nuevo al cielo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las criaturas”, hoy se traduciría así: “Volved de nuevo a todos los caminos recorridos por los primeros e vangelizadores”. Es la Nueva Evangelización de la que habló y gritó Juan Pablo II.

Cristo te necesita; te necesita a ti, a mí, a todos los que estamos aquí, y nos necesita enteros: no un tiempecito, sino todo tu tiempo; no un esfuerzo, todo tu esfuerzo, tus fuerzas físicas, espirituales, intelectuales, etc., etc.

Cristo, recuérdalo, te ha confiado unas almas. Guíalas, reza por ellas, motívalas, compromételas; convierte a cada una de ellas, a su vez, en apóstol de otros, en un salvador de otros, y que siga la cadena...
Al Cristo coronado de espinas, al Cristo flagelado, al Cristo agonizante en la cruz, al Cristo que tuvo tiempo para nacer en Belén por ti, tiempo para nacer en la pobreza por ti, tiempo para morir crucificado por ti, tú no le puedes decir: “Yo no puedo, no sé, no tengo tiempo de salvar a mis hermanos”. ¿Le debes mucho? ¿Le amas mucho? ¿Quieres agradecerle?
Además, la Santísima Virgen te lo pide también. Ella también tiene sed de las almas de sus hijos. Es una Madre que ve cómo muchos de sus hijos se condenan para siempre. ¿La quieres mucho, le debes mucho? Cuántas veces lo hemos dicho... Sin rubor, yo tengo que decir que, si hoy sigo en pie, se lo debo a una mujer, de nombre María, de la que estoy muy orgulloso de que sea mi Madre. Escucha su grito lastimero: “¡Ayúdame a salvar a mis hijos, a tus hermanos!” Hay una canción que a veces le cantamos. A mí me gusta mucho una de sus frases que dice así: “¡Gracias, Madre, por haber dicho que sí!”

Me gustaría, y creo que a ti también, que ella me cantara una canción con una frase como ésta: “¡Gracias, hijo, por haber dicho que sí!”

Cada día se llena más el infierno de gente, también el cielo. Si es cierto que, según se vive así, se muere, saquemos la conclusión. Si tú no vas allí no es porque no hayas hecho los méritos, y muchas veces, sino por un privilegio, porque un pecador se convierte automáticamente en un condenado, a menos que le salven. Si te indultan, no es mérito tuyo, sino de Cristo crucificado. Somos condenados indultados. ¿Cuál sería la mejor forma de agradecer? Salvar a otros, ayudarles a que tomen el camino del cielo.

Nosotros ignoramos de qué nos han librado. Para comprenderlo, deberíamos haber estado allí. Santa Teresa vio el infierno. Ella sí sabía lo que era: “Este era tu sitio para toda de la eternidad”. Así le dijeron a ella. Palabras que con más razón que a ella, nos podría decir Cristo a nosotros.

Pero, si nosotros no vamos allí por la infinita misericordia de Dios, otros sí irán. Hay almas que nunca disfrutarán de Dios. Su eternidad será un sufrir sin parar, sin remedio y desesperadamente. El cielo tendrá eternamente cerradas sus puertas para ellos; y son aquellos que en este mundo conocieron a Dios y no quisieron aceptarlo. Y, cuando lo conozcan en toda su impresionante santidad y hermosura, será solo para constatar que ese Dios, esa felicidad absoluta y total nunca la tendrán, será para otros.

Todos los días mueren en el mundo alrededor de doscientas mil personas: de hambre, de ancianidad, de accidentes, en las guerras. ¡Cuántos niños mueren de hambre cada día en el mundo! ¿Todos esos hombres se salvan? Muchos, muchos se condenan. Hoy comenzarán muchas almas su eternidad infeliz, hoy, y otras mañana. ¡Pobres! Piensa que eres tú, imagina que eres tú el que mañana te condenas para siempre.

Estas personas me están pidiendo, te están pidiendo a gritos que les ayudes. ¿Te impresiona sentarte junto a compañeros ateos, que viven mal, tremendamente mal, o te da soberanamente lo mismo? ¿Haces algo por ellos? Porque supongo que tú y yo podemos hacer mucho, salvar muchas de esas almas, porque tienes los medios, tal vez te sobran los medios. Cristo te ha dado la Iglesia, te ha dado quizás una formación religiosa, te ha dado un instrumento apostólico, te ha ayudado a ti con tantos elementos de predestinación. Hay personas que no han entrado a la Iglesia católica porque tú tienes la llave y no has querido abrirles la puerta: ellos están ahí afuera esperando que tú quieras abrirles.

Salvar una alma es el favor más grande que le puedes hacer a una persona. Conseguirle una eternidad feliz. Aunque lo consiguieras a una sola persona, sería fantástico. Ojalá que en la otra vida muchas almas puedan decirte: “¡Yo estoy aquí por ti, tú me salvaste; si no llega a ser por ti nunca me hubiera salvado!” Yo como sacerdote tuve esa motivación para tomar mi decisión, cuando era un niño de diez años: la salvación de las almas. Sí me gustaría oír que por lo menos un alma se ha podido salvar por mi ejemplo, por mi oración o por mi palabra. Ojalá fueran muchas.

Cuando un santo va al cielo nunca va solo, con él se salvan muchas almas; les esperan en el cielo con los brazos abiertos para darles las gracias eternamente. Y me pregunto : “¿Cómo se pueden dar las gracias a una persona que le ha conseguido la vida eterna?”

Recuerdo el ejemplo de Santa María Goretti, aquella niña que, antes de fallar a su virtud de la pureza, se dejó dar catorce puñaladas por el joven Alejandro. Y no murió en ese momento sino en el hospital unas horas más tarde, después de haber perdonado a su agresor. La policía cogió a ese muchacho, y fue condenado a cadena perpetua, cárcel de por vida.

Estando en la cárcel, recapacitando en su terrible crimen, le entró la desesperanza, y quiso ahorcarse pero, fue o una visión o una palabra interior de esta niña que le decía: “¡No lo hagas, porque te irías al infierno!” Y este joven le hizo caso, y no se suicidó, más aún, empezó a comportarse de buena manera en la cárcel y con ello consiguió que, después de algunos años, lo liberaran.

Lo primero que hizo fue ir a casa de la mamá de María Gorettí; era el día de Navidad. Era ya un hombre. Al entrar dijo:
- Señora ¿Me reconoce?
- No, no sé quién es usted.
- Yo soy Alejandro, el que asesinó a su hija. Acabo de salir de la cárcel por mi buen comportamiento; le ruego nuevamente me perdone lo que hice.
La mujer, que era muy católica, le dijo:
- Hace mucho tiempo que le he perdonado y le he rogado a Dios por usted.- Y la prueba de que realmente lo había perdonado es que fueron a misa y comulgaron juntos, la mamá de esta niña santa y el asesino de ella.

Yo ahora pienso en lo que seguía de la historia de este hombre. Cuando yo era un estudiante en Roma, un día, después del desayuno leí en el periódico del Vaticano “L°Osservatore Romano”, un artículo titulado así: “El asesino de María Gorettí acaba de morir”. Me lo leí de corrido, porque a mí me había impresionado mucho esta historia, incluso, había estado en su casa y después en su Basílica cerca de Roma. La lectura decía, en resumen, que este hombre había ido a un convento a pedir trabajo, que había vivido como un auténtico cristiano, y acababa de morir. Enseguida pensé en el reencuentro del asesino y la niña santa y pura, en el cielo. Me preguntaba: “¿Cómo se pueden dar las gracias? ¿Con qué ojos miraría a aquella alma inocente a la que la acuchilló catorce veces? ¿Cómo se pide perdón? El reencuentro.....”Esta niña santa logró lo más grande que se puede lograr, llevar al cielo a la persona que más daño le hizo. Estas maravillas suceden en el cristianismo, en esta religión del amor, cuando el amor llega a su culmen.

Cuando tú vayas al cielo ¿irás sólo, sola, o muy acompañado, acompañada? Es muy importante preguntarse esto, porque tú, tal vez, eres un papá, una mamá, has tenido hijos y, al llegar allá, preguntarás: “¿Dónde está Juanito, donde está Paulina? ¿No están aquí mis hijos? ¿Dónde están?” No sé si empieces a decirle a San Pedro: “Pues mire, San Pedro, le voy a decir lo que es la adolescencia: Es una edad en la que uno no entiende nada, a mí no me hacían caso, pues yo les decía que fueran a misa y no querían ir etc. ¿Le explico lo que es la adolescencia, la adolescencia... ¿Eso es todo lo que sabes decir?”

Realmente como padre o madre ¿hiciste todo lo que estaba en tus manos con oración, con sacrificio, con testimonio y también con una palabra oportuna, para lograr lo más importante para ellos, tus hijos, su salvación eterna? ¿O los alimentaste muy bien, disfrutaron de la comida, de la bebida, de los viajes, de los juguetes, pero... pero de fe, poco? Mucho ayuno de fe, mucha hambre de fe, porque tú no la tenías, y no pudiste dar lo que no poseías.

Y, ¿de qué te ha servido dar de comer a tus hijos, y darles todos los regalos del mundo, si no has logrado que estén un día en el cielo con Dios? ¡De nada! Por eso, ¿llegarás solo, sola, ó muy acompañado, acompañada?

En mi caso, como sacerdote, sé que no podré entrar solo en el cielo. O llevo a otras almas conmigo o para mí no hay boleto. Lo sé, estoy perfectamente consciente de ello.

¡Qué distintos se ven los sacrificios, el trabajo, cuando se puede salvar un alma más! ¿Qué importa tu cansancio, tu sufrimiento, con tal de salvar un alma? Si un día una persona condenada pudiera decirte: “Tú me pudiste salvar, y no te hubiera costado mucho: aquel retiro bien hecho, aquel compromiso espiritual, ¿qué te costaba?, aquel sacrificio que rehuías, aquel testimonio que yo quería ver en mi padre, en mi madre o en mi amigo, aquel acto de obediencia que no te hubiera costado mucho... pero no quisiste”. Le responderías que no tuviste tiempo, o que no tuviste ganas de hacerlo. ¿Qué tal, si los papeles se hubieran cambiado? Por qué has de ser tú el afortunado, el que ha recibido tantos dones de Dios, y él o ella no? Porque tú eres cristiano, incluso antes de que te dieras cuenta. Porque desde niño, niña, te llevaron a la pila bautismal y te pusieron el sello de cristiano, y de ahí en adelante todo el patrimonio cristiano es tuyo: La Biblia, los sacramentos, la Iglesia, la educación cristiana, etc. Y ¿qué tal, si Cristo te hubiera dicho a ti: “Yo no tengo tiempo de salvarte, no tengo ganas de venir a la tierra a morir en una cruz por ti?”.

Recuerda que hubo un momento en Getzemaní en que ese Jesús casi agonizante, sudando sangre, le pedía a su Padre, cuando veía que se le echaba encima la cruz y todos los sufrimientos: “¡Padre, si es posible aparta de mí la pasión!” Para que veas si a Cristo le costó o no le costó, y si tuvo que hacer una decisión heroica, que le costó sangre, para salvarte.

Y luego tú y luego yo decimos: “¡Ay! No tengo tiempo, no tengo ganas de hacer nada!” Pero Cristo sí tuvo tiempo, sí tuvo ganas de venir a salvarte y ¡qué bueno que así fue!
El día que vayas al cielo, repito, ¿irás solo o muy acompañado? Aún quedan preguntas: ¿dónde está tú mamá, tú papá, tus hermanos, tus amigas, tus hijos? No lo sé. A ver qué razón vas a dar.

A veces Dios permite ver si salvamos a alguien. Un obispo fue a visitar un convento de monjitas; les celebró misa y, a la hora de repartir la comunión, sintió que se desmayaba, que se caía, pero se recuperó y siguió repartiendo la comunión. Al final de la misa le dijo a la superiora: “Me gustaría saludar a todas las hermanas”. Las reunieron. El obispo estaba bien nervioso, fijándose en todas las monjitas, como pensando: “aquí falta alguien”, y le dice a la Superiora: “¿No falta alguna religiosa?” Ésta le respondió: “Creo que no, pero, de todas formas, vamos a buscar”. Fueron a buscar a una monjita muy mayor que se había ido a su trabajo en el jardín después de la Misa. La mandaron llamar y le dijeron: “El señor obispo quiere saludarnos a todas”.

Cuando el Obispo la vio, dijo: “Madre, por algo le decía yo que faltaba alguien. Les voy a contar un secreto que no he contado a nadie: Cuando yo era joven, sentía que Dios me llamaba y me decía: “vete al seminario”, pero yo, oídos cerrados. Y un día, estando en una fiesta, en un baile muy divertido, no sé qué fue, pero vi la cara de una mujer que me dijo muy seria: “Tienes que irte al seminario”. Me llevé un susto tan grande que me lo tomé en serio y fui al seminario. Me he ordenado sacerdote y hoy soy obispo. Pues bien, viniendo hoy a su convento, he vuelto a ver la cara de aquella mujer, y es esta religiosa”.

La monjita se quedó un poco estremecida, asustada, porque todas las hermanas la miraban, y preguntaban: “¿Usted, hermana, qué ha hecho?” Ella respondía: “Yo, yo, nada. Bueno, todos los días pido por las vocaciones sacerdotales”.

Dios le hizo ver a este obispo, por si se sentía muy obispo, a quién le debía su vocación y la perseverancia en ella. Yo a veces me he puesto a pensar: “¿Quiénes serán esas benditas personas, perdidas quién sabe por dónde, que piden por los sacerdotes, y a quienes yo un día tendré que decirles: ¡Gracias! porque me ayudaron a salvarme?”
La misma Santa Teresa, o Teresita, como la llamamos, cuenta en su autobiografía, en la Historia de un Alma, un caso como éste: “Había un matón que había ajusticiado a tres personas de la nobleza. Lo arrestaron y lo condenaron a la guillotina”. Entonces Teresita tendría alrededor de catorce años, y ya desde entonces manifestaba un gran deseo de salvar almas. Se enteró de lo sucedido y fue a decirle a Jesús: “¡Ay! Dios mío, este pobre pecador se va a ir al infierno por lo que ha hecho, pues no quiere arrepentirse. Por favor, pídeme lo que quieras, pero haz que este hombre se vaya al cielo! Y además, dame una señal”. Y como ella tenía una confianza verdaderamente de niña en Jesús, esperó pacientemente lo que iba a pasar.
El día que lo llevaban a la muerte había allí un sacerdote con su sotana y un cinturón del que colgaba una cadena con un crucifijo. Estaba allí, por si se quería confesar. ¿El otro? ¡Para nada! Como una tapia. Y el pobre sacerdote pensaba: “¡No hay nada que hacer!” Un poco antes de ser ajusticiado, de pronto, el hombre se acerca al sacerdote, toma aquel crucifijo y lo besa bañado en lágrimas ¡Ésa era la señal, la señal que había pedido esta niña santa! Esta niña santa cuyos restos pasaron no hace mucho tiempo por México, y que es patrona de las Misiones.

Nuevamente, como en el caso de María Goretti, me imagino a este hombre llegando al cielo, y preguntando: “¿Qué hago aquí? Creo que me he equivocado de lugar”. -“No, no, está usted bien”- -“Pero,¿ a quién se lo debo?”- Seguro que san Pedro le habrá dicho: “¿Ve usted a aquella niña, Teresita, que es muy amiga de Jesús? Pues esa niña ha logrado que Dios le perdone, y que esté usted aquí en el cielo”.

¿Cuántas sorpresas de estas habrá en la otra vida? Yo estoy viendo con los ojos y con la imaginación a Dios diciéndole a algunos papás: “¿Ve usted a ese niño, a esta niña? -“Sí, es mi hijo Pepito, mi hija Juanita...”-
-Pues aquí, delante de mis ángeles, dele las gracias, porque está en el cielo gracias a su hijo, a su hija. El me pidió tanto, con tanta ternura y persistencia la conversión de su padre que me arrancó esta gracia.”
Yo sé que muchos niños y niñas van a llevar al cielo a sus papás. Me acuerdo de un niño de Chetumal que, hace años, era mi acólito; siete años tenía, llegaba a la misa con mucha devoción, y comulgaba con gran respeto. Un día llegó a la parroquia un señor como de dos metros de alto, agarrado del sombrero y bien temeroso, y me dijo:

- ¿Usted es el Párroco?
- ¡A sus órdenes!
- ¿Le puedo robar unos minutos para hablar con usted?
- ¡Claro que sí!
- Le vengo a hablar de Pepito... - Y le pregunté:
- ¿Usted es su papá?
- ¡Sí! Me ha dicho que le ayuda en las misas de las cinco de la tarde.
- Sí, en verdad es un angelito.
- Pues mire, le vengo a hablar de él.
Yo sospeché que había hecho alguna travesura, pero no. Dijo:
- “¡Travesuras no, padre! Lo que pasa es que me ha dicho: “Papi, ¿por qué no vas a misa? ¿Por qué no te confiesas? Me lo ha repetido tantas veces que en dos ocasiones le he dado una bofetada. Y mire, me quema la mano, padre, porque es mi hijo, es un inocente, tiene además la razón... Así que, si no tiene inconveniente, padre, vengo a confesarme, tengo ocho años que no piso una Iglesia”.

Y yo pensé en aquel niño, en aquel apóstol medio mártir conversando en la comunión: “¡Ay! Diosito, hoy me pegó mi papá, pero no importa, te lo ofrezco para que un día sea tu amigo como yo!” ¡Cuántos casos de estos yo les podría contar a ustedes!

Recuerdo que en otra ciudad, hablando con un señor bastante joven, me decía esto:
- “Mire, padre, mi esposa y yo de jóvenes no recibimos formación religiosa alguna, pero, desde que nuestro hijo esta yendo a su colegio, nos está enseñando a rezar”. Yo pensé que debía ser de Secundaria. Seguimos hablando y hablando, y volvió a decir:
- Mire, que nos enseña a rezar el niño.
- Y ¿cuántos años tiene el niño?
- Cuatro años, padre.
- ¿Qué? ¿Cuatro años?
¡Claro! El niño nunca había oído hablar de Dios en su casa, ni rezar.
Llegaba al colegio y la Miss. de Moral le hablaba de Diosito, de rezar a la Virgen. Llegaba a casa y decía:
- “Papi, mami, ¿por qué no rezamos?”
- ¡Pues, ponte a rezar!
¿Se imaginan a Dios y a los ángeles viendo aquella escena: un niño de cuatro años rezando y haciendo rezar a sus papás? Y hablando con la esposa, decía: “Sí, padre, el otro día estaba con la radio puesta, y me dijo: “Mami, no hemos rezado el Rosario”. Bajé la radio, y nos pusimos a rezar”.

Claro, cada misterio para él era de un Ave María, pero a la Virgen María le agradaba más este misterio de un Ave María que las diez que muchos rezan distraídamente. Ha sido el Apóstol más chiquito. Un día fui al colegio, y le dije a la Directora: “Sin decirle para qué, presénteme a este niño, pues me quiero cuadrar”. Y allí lo tuve delante de mí, un niño de tan solo cuatro años, pero un niño que enseñaba a rezar a sus padres.

¡El mundo al revés! Los padres deben educar a los hijos, sobre todo en la religión. Pues ahora, no se sabe quién enseña a quién. Yo al menos tengo no menos de treinta o cuarenta casos de niños y niñas que han llevado a sus papás a la Iglesia a rezar, a retiros. Algunos papás han escrito una carta a su hijo dándoles las gracias.

Si eres agradecido y, si Dios a ti te libra del eterno dolor, ¿no podrías, no querrías hacer algo por alguno de tus hermanos? Y, si eres alguno de esos padres, madres de familia, ¡piénsalo! Si tú no salvas a tus hijos, ¿quién los va a salvar: el chofer, la criada? Tienen un solo padre y una sola madre, y eres tú.

Por otra parte, el que salva un alma salva la suya propia. Trabajar para los demás es la mejor manera de trabajar para sí mismo, como la manera de ser infeliz es ser un egoísta. Salva a los demás, y te salvarás a ti mismo. Capta a otros para el Reino de Dios, y te darán el boleto gratis a ti.
Por eso, podríamos concluir de esta manera: O salvamos almas, o no haremos nada, no seremos nada en la vida.

Quiero concluir con una petición: “Vengo a pedirte una limosna a ti que puedes dármela, en nombre de miles de jóvenes que no han sido tan afortunados como tú, en nombre de cientos de muchachos y de niños entre los doce y veinticinco años que intentaron suicidarse y en nombre de los cientos de chicos y chicas que no solo lo intentaron sino que se quitaron la vida. Dame una limosna de esperanza para los cientos de jóvenes entre los doce y veinticinco años, que un día me han dicho llorando de desesperación: ¡No encuentro sentido a mi vida!” Un muchacho de catorce años me dijo un día: “¡Me quiero morir!”

Una limosnita de caridad para los miles de gentes que no creen en Dios, que no creen en nada, que viven sin ilusión, gente sin esperanza que caminan por ahí sin rumbo. Una limosnita, por amor de Dios. No te pido que me des todo lo que tienes, dame un poquito de lo que te sobra, las migajas de tu fe, de tu esperanza, de tu ideal. Te pido una limosna en memoria de los que han muerto en pecado mortal y se han condenado para siempre. No te la pido para ellos, ya que les llegaría demasiado tarde; te pido una limosna de oración para los que están en la fila. Una limosna para los que, hartos de la vida, se la arrancaron violentamente, porque nadie les tendió la mano a tiempo.

Sé que estas muy ocupado, sé que tienes muchas cosas que hacer; tan solo dame un minuto de tu tiempo, una sonrisa, una palabra de aliento. Tú que pareces feliz, dime: ¿crees que puedo ser feliz en este mundo? Tú que te sientes tan sereno, ¿cómo le haces? Tú que hablas de un Dios que te alegra la vida, ¿podrá alegrar también la mía? Tú que pareces tener un por qué vivir, ¿no quieres dármelo a mí? Pero date prisa, porque ya estoy harto de seguir viviendo, de seguir pudriéndome en esta vida sin sentido y, posiblemente, si tardas, ya me habré ido al otro lado.

Una limosna pequeña. Mira esta mano extendida, es mi mano, pero esta mano representa a muchas manos, por ejemplo, la de aquel que dijo: “Y sigo pensando en un Cristo Místico, compuesto por cada uno de mis hermanos, y escucho su voz que clama: “Tengo hambre y no me das de comer, hambre de Dios. Tengo sed y no me das de beber, sed de vida eterna. Estoy desnudo y no me vistes, no me defiendes de mis enemigos. Y me convenzo de que esta hambre de Dios puede convertirse en desesperación, esta sed puede convertirse en rabioso frenesí, esta desnudez puede llegar a ser muerte”.

Y, si das esa limosna, en nombre de Dios y en nombre de todos esos infelices, ¡gracias, muchas gracias! El mundo, tú mundo está lleno de desgraciados, hambrientos, tristes, desesperados. ¡Una limosna por amor de Dios para un desgraciado!”
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